Un estudio liderado por la Estación Experimental de Zonas Áridas (EEZA-CSIC) ha revelado que entre 2018 y 2024 se desecharon en España más de 480.000 toneladas de frutas y hortalizas antes de su comercialización, con un impacto ambiental equivalente al consumo de casi 36.000 millones de litros de agua y la emisión de 37.000 toneladas de dióxido de carbono.
El artículo, titulado ‘Wasting Water, Wasting Food: Structural Inefficiencies in Spain’s Irrigated Agribusiness Model’, publicado en la revista científica ‘Water’, cuantifica las huellas hídrica y de carbono asociadas al desperdicio de alimentos en el origen de la cadena agroalimentaria y muestra el elevado coste ambiental de los descartes agrícolas.
Según los cálculos, el volumen de agua empleado en producir los excedentes desperdiciados sería suficiente para llenar 14.400 piscinas olímpicas.
España, con más del 60 por ciento del territorio en zonas áridas, figura entre los países europeos más vulnerables al estrés hídrico, pero al mismo tiempo mantiene un modelo de producción agrícola intensiva que depende del aprovechamiento masivo de los recursos hídricos mediante embalses, trasvases, acuíferos y desaladoras.
“El modelo de éxito productivo español oculta profundas ineficiencias”, ha explicado en una nota el investigador de la EEZA-CSIC Jaime Martínez Valderrama, autor principal del estudio junto a especialistas de la Universidad de Alicante y la King Abdullah University of Science and Technology (Arabia Saudí).
El informe subraya que el desequilibrio entre demanda y disponibilidad de agua, agravado por el cambio climático, coloca a España entre los países con mayor presión sobre los recursos hídricos del mundo. En este contexto, cada fruta o hortaliza que se descarta representa no solo un alimento perdido, sino también agua, energía y emisiones desperdiciadas, destaca el equipo.
Más allá del volumen de residuos, los autores consideran que el problema refleja ineficiencias estructurales del sistema agroalimentario. La orientación hacia la rentabilidad inmediata y la competencia en precios tiende a ignorar los costes sociales y ambientales de la producción, lo que contribuye a la sobreexplotación del agua, la degradación de los suelos, la precariedad laboral y la pérdida de valor de los cultivos en origen.
El estudio concluye que resulta urgente replantear las prácticas agrícolas y avanzar hacia un modelo más equilibrado entre productividad y sostenibilidad.
“La gestión del agua, la reducción del desperdicio y la valorización justa del trabajo agrícola deben situarse en el centro de las políticas agrarias para garantizar el futuro de un sector esencial en un país cada vez más expuesto a la escasez de agua”, ha recalcado Martínez Valderrama.



















